Es en los momentos de desesperación que ves con claridad cómo es la gente.
Está ahí lo mire por donde lo mire, pero no deja de sorprenderme. Y el mejor ejemplo lo tengo ahora delante de mis narices, desde hace tres días.
El 19 de octubre mi empresa nos anunció recortes en la plantilla debido a la crisis presente desde hace unos meses. Sólo porque éramos cuatro gatos en la oficina yo juraría que habría oído el sonido de una sirena de estado de emergencia inundar el edificio y ver a gente correr sin ton ni son esquivando cascotes de un techo desplomándose y azuzados por las llamaradas de un infierno inminente.
Claro, a nadie le agrada saber que tu esfuerzo de varios años puede estar a punto de irse al garete.
Fue justamente ese día que empecé a sufrir en mis carnes los azotes del día del juicio final laboral. Aún sin tener decisiones concluídas,ni nombres, ni criterios claros para hacernos una idea de quién iba a ser el pobre desafortunado en engrosar las listas del paro, ya podía ver una actitud indiferente entre los allí presentes.
Una falsa indiferencia, por supuesto, pero una indiferencia basada en la desconfianza, como si el hecho de que expresasen sus inquietudes les hiciese vulnerables y más propensos a acabar en la calle. Tremenda tontería, sí.
Esa fue mi primera impresión, pero después vino la confirmación. Ahora todos somos enemigos de todos. Y tengo la triste sensación de que mi base, que éramos una pequeña familia, se ha convertido en un nido de arpías deseosas de pisar cabezas. Fue así como descubrí a una senior, que siempre fue encantadora, hacernos un briefing delante de nuestro manager con preguntas trampa y pretendiendo pillarnos el más mínimo error incluso en el código de vestimenta, ni siquiera teniendo que ir de uniforme, cuando precisamente esta persona nunca lo había respetado hasta... hace tres días.
No sólo nos van a hacer una sangría sino que además ahora camino en un campo minado. Genial.